Los asquerosos. Santiago Lorenzo. Blackie Books. Barcelona. 2018. 222 páginas. 21 €
Hace unos días se cumplieron dos años de la publicación de Los asquerosos (Blakie Books), cuarta novela de Santiago Lorenzo (Portugalete, 1964) que le ha reportado un prestigio y una acogida que sigue creciendo (ya cuenta con su propia representación teatral y una próxima adaptación cinematográfica).

La novela se enmarca en un contexto sociotemporal real y actual: centro de Madrid, segunda década del siglo XXI. Manuel trabaja como agente en un centro de servicio telefónico y vive de alquiler en un modesto piso por el que paga más de lo que vale. La realidad lo abruma y lo empacha. Asiste como un espectador a la contemplación de una naturaleza protagonizada por una fauna española a la que por desgracia nos estamos acostumbrando desde hace muchos años: jefes abusones como el suyo que le paga una miseria y acaba despidiéndolo; caseros como el suyo («un cacas, un tacaño, un gañotero», al que no se le ocurriría solicitar la reparación de un radiador o un grifo) que alquilan saltándose las leyes de código de arrendamientos urbanos; empleados, como sus compañeros, dispuestos a trabajar para una empresa de telecomunicaciones que engaña y estafa a sus consumidores; vecinos incívicos, etc. Pero Manuel no es menos raro ni está tan alejado de lo que reprueba, pues es un personaje atípico, extraño, asocial… Un tipo al que no querríamos tener ni como compañero de trabajo ni, mucho menos, como vecino.
Su insustancial vida se ve alterada cuando un día se defiende de un policía que lo confunde con un manifestante. Manuel forcejea en el interior de un portal, pero llega demasiado lejos. Como le obsesiona y le amenaza la idea de que ha matado a un agente, comienza a urdir un rápido plan para huir a algún lugar alejado y apartado, donde ganar tiempo y evitar ser encontrado: un pueblo abandonado de la profunda meseta castellana. Es entonces cuando llega a Zarzahuriel y se establece en una de las viviendas abandonas. Será su tío, narrador de la historia, quien lo encubra y le mande semanalmente provisiones.

La historia es buena y epatante pero los golpes de efecto están desequilibrados. Santiago Lorenzo pierde mucho tiempo en la primera mitad del libro: se excede describiendo el quehacer diario de su protagonista y aprovecha el giro dramático que aportan a la acción los mochufas para vomitar sobre el papel todo el sarcasmo y la ironía de la que hace gala. La mejor expresión de los asquerosos está encarnada en la Mochufa, una familia prototipo madrileña que se dedica a ensuciar la vida de los demás con los motores de sus coches, con sus artilugios eléctricos, con sus sistemas de calefacción anticipado, con su existencia domotizada, con un léxico que los delata a la legua y un deseo de aparentar que la vida es maravillosa y que son la personificación de la diversión.
El autor consigue que al final le tomemos tirria al protagonista —que para eso es una crítica— pero, ¿qué sabemos del narrador? Nada. ¿Acaso es verosímil que alguien que malvive con una situación precaria, una hipoteca y una manutención que debe pasar mensualmente, puede destinar todas sus energías a encubrir a su sobrino? Habría sido mucho más efectista si Santiago Lorenzo hubiera realizado una narración alterna aprovechando el relato en primera persona de Manuel y el de su tío como narrador externo y evitar ciertos deslices con el narrador omnisciente.
Pero, al final, la novela consigue enganchar al lector. No obstante, para mi gusto, sobra la última moraleja y epílogo futurista. Es mejor que cada cual ponga su punto y final a esta historia antiutópica, de un modelo social que más nos valdría que estuviera en vías de extinción.
En cualquier caso, el mensaje de la novela, que aporta una fructífera complaciente lectura, es mucho más que todo eso: una crítica social al sistema y al estilo de vida. Santiago Lorenzo, como ya hizo Un buen día lo tiene cualquiera, retrata un problema colectivo: la incapacidad, afectiva e inmobiliaria para encontrar un sitio en el mundo.
Sara Roma,